miércoles, noviembre 22, 2006

¿Es posible pasar del amor a la indiferencia?

Una ruptura es un momento delicado, difícil, de ansiedad y de replanteamiento de valores. Se trata de un instante prolongado en el tiempo en el que intentamos convencernos de que seguimos siendo felices a pesar de todo. En algunos casos, la circunstancia hace que para uno de los dos sea más fácil que para otro, puesto que quizá rompió porque un tercero le devolvió la ilusión. Otras veces, son los dos los que acaban por distanciarse. Y algunos llegan incluso a odiarse.

Pero yo me pregunto por algo más sutil y, en mi opinión, más terrible que el odio: la indiferencia. Me pregunto por ese velo que turba los recuerdos y los tiñe con el color del sueño, como si en realidad nunca hubiera pasado. Y de ese modo, como la mayoría de las cosas con las que soñamos, van pasando, como el agua de un río, para dar finalmente al mar del olvido, donde nada fue real y el tiempo se acabó.

Es el olvido en mi opinión un estado de odio superior al de la negación de la otra persona. El olvido se convierte en un grifo con garras afiladas que destruye todo. Es la pareja convertida en Saturno que devora los propios recuerdos. A veces el olvido viene propiciado por una necesidad de autodefensa por la ausencia de la otra persona. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero sólo el olvido permite seguir.

Y, sin embargo, pienso que la indiferencia, ese estado de olvido consciente y voluntario es aún peor que la destrucción de la memoria. Esa sensación de convertirte en transparente a los ojos de la otra persona, esa impotencia ante la degeneración del amor, es quizá más frustrante que cualquier otra sensación.

Porque no nos engañemos; olvidar es muy complicado. Porque en la infelicidad perpetua del vacío existencial de no ser de otro siempre vuelve el recuerdo como un diablo certero que atina en nuestro rincón más sensible. Y es entonces cuando nos volvemos taciturnos, irascibles, sensibles a cualquier gesto, mirada o palabra. Cuando la cizaña de la memoria imposible de evadir se convierte en cotidiana, la vida se hace casi insufrible pues vivimos el pasado en lugar del presente.

Y en esas circunstancias, cuando volvemos a ver a la persona que lo fue todo, sentimos nuestras defensas flaquear y lloramos profundamente. Quizá no lágrimas visibles, pero sí lamentos sordos que se transparentan en cada palabra, en cada mirada, en cada respiración. Y cuando esa que pensaste era tu otra mitad te mira con esos ojos que atraviesan paredes, te sientes desnudo ante su capacidad de sentirte indiferente. Y en esos momentos preferirías morir y no sabes si el pasado fue un sueño, el presente una tortura o el futuro una comedia.

Nos prometemos ser más fuertes. No recordar. Renegar de nuestra propia naturaleza. Y al instante damos la vuelta y caemos de nuevo en el abismo oscuro del pensamiento mortal: por qué…

Y pensamos entonces que el olvido todo lo cura, pero no hay cura para el olvido.