viernes, octubre 27, 2006

Sinceridad

Tantas veces reclamada y tan poco utilizada, la sinceridad es la base de cualquier relación. El entendimiento mutuo debe basarse en la posibilidad de decirse las cosas de una manera honesta y clara, sin circunloquios ni rodeos, ni palabras políticamente correctas.

Resulta interesante que cuando preguntas a alguien qué espera de otra persona en el plano afectivo, casi el 100% piden sinceridad. Es algo diríase innato en nuestra manera de afrontar un trato personal, posiblemente exigido como contraprestación a lo truculento de la cotidianeidad, donde observamos mentiras, embustes y patrañas como base del funcionamiento de muchas cosas.

Son los políticos un ejemplo muy claro. A todo político se le pide sinceridad (recordemos el ya tristemente famoso “no nos merecemos un gobierno que mienta” pronunciado por el mentiroso mayor del reino), aunque para algunos la tan denostada falsedad sea un modus vivendi. Y a pesar de todo hay una parte importante de la población que prefiere vivir en una mentira, porque es cómoda. Y a aquellos que dicen la verdad se les aplican los adjetivos ya habituales al respecto.

¿Por qué esa incongruencia con respecto a la sinceridad? No sé si habéis probado a ser sinceros en todo y con todos. Es un ejercicio complicado y hasta cierto punto, agotador. No estamos hablando meramente de “Cariño, ¿estoy gorda?”, sino de una obligación moral en cada momento de ser sinceros con los demás. Es duro. Y lo es no sólo para el que intenta expresar las emociones con el menor número posible de palabras sino también –y seguramente en mayor medida– para el que escucha. Quizá pueda ser divertido o trivial decir “lo siento, pero no te necesito ver a diario”, pero es ciertamente desequilibrante escucharlo. Y, no obstante, tendemos a suavizar las cosas porque empatizamos con los demás (lo cual es una cualidad deseable, pues nos permite intentar entendernos), y de ese modo hay veces que se diluye la sinceridad en un modo “políticamente correcto” de decir las cosas que en realidad no quiere decir nada concreto.

Y es en esa falta de concreción (en esos “no sé” o en tópicos de nuestra sociedad “no te quiero hacer daño”) donde, curiosamente, se genera una corriente degenerativa en nuestra mente sobre la propia situación que puede desencadenar sucesos negativos. No es deseable desde la perspectiva del que habla que se malinterpreten sus palabras. Pero es completamente imposible que no suceda así si lo que decimos es vago, difuso o incluso ambiguo desde un punto de vista menos subjetivo que el de nuestras propias experiencias.

Hay que llegar a comprender que la sinceridad es un arma de doble filo en algunas situaciones, pero, por encima de todo, es esencial en la coherencia de nuestro mundo interior. La sinceridad abre paso a la estabilidad. Aquello que es dicho con sinceridad puede ayudar a sustentar otras ideas. Dicho con otras palabras, la sinceridad rompe el maldito relativismo pues nos sitúa en un contexto donde ese punto de apoyo, ese punto de referencia, tiene un marcado carácter absoluto. Eso no quiere decir que sea inamovible, pero sí que ocurrió así, se dijo así y se quiso expresar así. No hay dobles interpretaciones.

Diréis muchos que la vida no es “blanco ni negro”, pero siento deciros que eso no es sino un tópico y que cuando lo decimos no somos sinceros con nosotros mismos. La vida es como es, y en algunos aspectos de la vida existen matices. En otros, por nuestra propia salud mental, necesitamos establecer unos límites, un sistema de referencia, un sustento que nos permita saber quiénes somos y construir lo que queramos a partir de ahí. Es ese el problema del relativismo moral, pues nos despoja de la capacidad de construcción sacrificada a favor de lo “políticamente correcto”.

La sinceridad es la base del entendimiento y no hay manera de poder construir nada (ni una vida en común, ni una amistad, ni una relación de trabajo) sin unos buenos cimientos. ¿O acaso los edificios son relativistas?